Por Carlos Ramírez

Si se parte del hecho obvio de que la reforma judicial no va a desaparecer el Poder Judicial constitucional, entonces el debate se está sesgando como argumento político: por decisión de reformas estructurales de los presidentes Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, el brazo de la aplicación de la ley se sesgó en el modelo de reorganización sistémica del neoliberalismo de equilibrio a un verdadero contrapoder.

En los años del neoliberalismo, el Poder Judicial fue utilizado para evitar cualquier tipo de movilidad, resistencia o subsistencia del viejo modelo constitucional mexicano del sistema político presidencialista populista, se modificó la Constitución para darle un perfil de hegemonía de mercado en demérito del Estado y se facultó al judicial para cambiar los términos estructurales del régimen: de presidencialista a judicial-constitucional, vía la facultad de la Corte para determinar inconstitucionalidades que respondían a criterios de debilitamiento de equilibrios políticos, productivos y sociales presidencialistas.

Como presidenta de la Suprema Corte, la ministra Norma Piña Hernández tenía calificaciones jurídicas, pero carecía de sensibilidad política: no supo procesar el estilo de poder del presidente López Obrador, se creyó la propaganda neoliberal de la división de poderes todavía en el marco teórico y definió su gestión al frente del Poder Judicial federal en aquella ceremonia constitucional en la que no se puso de pie ante la llegada del jefe del Poder Ejecutivo federal, detalles nimios que en el código político del sistema priista siguen teniendo mucho valor protocolario.

La iniciativa de reforma judicial del presidente no cambia el régimen de tres poderes, si se toma en cuenta que el Ejecutivo y el Legislativo han tenido cambios procedimentales en materia de designación de titulares, y que ahora se tratará –en el escenario de explicación oficial– de involucrar a la sociedad también en el ámbito del Poder Judicial.

Si se entiende bien la iniciativa gubernamental, el trasfondo de la reforma busca terminar con el periodo de la Suprema Corte de Justicia como un contrapoder de la estructura de poder del modelo presidencialista todavía muy vigente. La autonomía total del modelo judicial estaba colocando a la Corte como un poder dominante sobre las facultades constitucionales del Ejecutivo federal, incluyendo aquellas facultades metaconstitucionales y de estructura de poder real que no modificaron los presidentes de la República del ciclo neoliberal 1982-2018, y que los titulares del Ejecutivo de este periodo cedieron capacidad de decisión en aras del modelo presidencialista del sistema neoliberal de mercado que trasladó la parte central del poder de decisión del Estado a los diferentes factores del mercado.

Quizá en un modo que kelseniano, la ministra Piña asumió su cargo desde el punto de vista de la teoría pura del derecho, sin entender que el equilibrio de poderes en México se mueve en términos del modelo de tensión dinámica, donde la fuerza de un sector avanza en tanto que debilita a los otros. Esto quiere decir que en México no hubo transición a la democracia como ingenuamente han querido vender José Woldenberg, Lorenzo Córdova Vianello y su grupo académico del Instituto de Estudios de la Transición a la Democracia que tomó por asalto el aparato electoral del IFE/INE y que los últimos hechos le han dado la razón más a Mauricio Merino en su argumentación de que la transición mexicana fue sólo una mera reforma electoral de respeto al voto.

Tan no hubo transición a la democracia que el tránsito a la alternancia no modificó estructuras de poderes ni facultades pragmáticas y que se tuvo la ilusión transicionista con la estrategia del PRI de aceptar cesión de poderes, pero no en función de una reorganización estructural sino sólo por mandato económico neoliberal. El severo Estado dominante priista siguió vigente en el neoliberalismo con el PAN y luego con el PRI, hasta que llegó López Obrador y aprovechó la ingenuidad reorganizativa del poder del PRIAN para recuperarle al Estado su capacidad de gestión económica de la rectoría del poderosísimo sector público mexicano.

La ministra Piña vivió en el limbo teórico de la teoría pura del derecho, confrontó sin sentido político iniciativas de reforma constitucional del lopezobradorismo y no abrió ningún canal de entendimiento político con el Poder Ejecutivo, sino que por el contrario parecía sentirse satisfecha con discursos teóricos de la autonomía judicial.

El resultado electoral del pasado 2 de junio hizo despertar a la ministra Peña de su cómodo sueño de Poder Judicial autónomo y mostró que el viejo aparato de poder que fundó el PRI y que no modificó en su ciclo neoliberal regresó por la vía democrática electoral a reconstruir el orden sistémico del régimen.

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