Por Carlos Ramírez
A Beatriz Pagés en los 71 años de
Siempre y a la memoria del jefe Pagés
Ante la necesidad de democratizar sin democratizar al régimen político priista, el presidente Carlos Salinas de Gortari encontró el modelo que privilegiaron sus sucesores, incluyendo a los panistas: crear una estructura política intermedia de funcionarios sin militancia partidista ni voto popular, pero con funciones para ir acotando las tentaciones del Estado para mantener la hegemonía en las decisiones.
Así nacieron los organismos autónomos del Estado, pero con el punto preciso de que Salinas de Gortari definió en 1985 –en un discurso en la UNAM sobre las reformas del Gobierno de Miguel de la Madrid– como de Estado autónomo: romper la dependencia del Estado respecto de la sociedad no propietaria de medios de producción, tecnocratizar las decisiones públicas y creerle al aparato estatal puntos de equilibrio que no pasaban por elecciones sino por la oposición que usaba sus votos minoritarios para ir conteniendo al sector público.
El modelo se basó en la creación de organismos ajenos al Estado, impuestos por los partidos de oposición y con funciones de contener las facultades legales del aparato público; es decir, crear un contrapeso político al Estado y su partido –incluyendo el propio PRI, al PAN y previendo a Morena– como una forma de democratizar las decisiones. Sin embargo, los organismos autónomos del Estado e inclusive el Poder Judicial se convirtieron por sí mismos en un contrapoder equidistante al Poder Ejecutivo, sin pasar por las urnas legitimadoras.
El IFE/INE, por ejemplo, fue creado para organizar elecciones con un aparato que no dependiera de manera directa del Poder Ejecutivo, pero por estrategia de Salinas de Gortari, Zedillo, José Woldenberg y hasta Lorenzo Córdova Vianello, el organismo electoral potenció su autonomía y rebasó el ámbito puramente electoral para convertirse en una especie de Ministerio de la Democracia, con capacidad para tomar decisiones que correspondían a los partidos y al modelo de representación parlamentaria. Aunque fracasó, el organismo electoral fue un pivote no partidista –aunque con acciones partidistas– para combatir la ola populista que dejaba ver el avance de López Obrador desde el 2000.
La Suprema Corte de Justicia no necesitaba de funciones adicionales; su papel constitucional como uno de los tres poderes operaba como vigilante de la legalidad constitucional de las decisiones del Ejecutivo y del Legislativo; con avances y retrocesos, la Corte fue sumisa con Salinas, Zedillo la cambió para darle margen de maniobra a su presidencia antisalinista y los gobiernos Del PRI y del PAN después del 2000 encontraron una forma de connivencia judicial sin que la Corte asumiera su condición de poder político.
Con base en las facultades de Tribunal Constitucional que le confirió la reforma judicial de Zedillo en diciembre de 1994, la Corte con Arturo Zaldívar Lelo de Larrea respondió a los planteamientos de democracia participativa y deliberativa del modelo político de López Obrador, pero el arribo de la ministra Norma Piña Hernández convirtió al Poder Judicial no en un contrapeso legalista de la dinámica reformista del Ejecutivo lopezobradorista, sino que la llevó a la condición de contrapoder: es decir, un poder autónomo que se opone, confronta y contiene al Poder Ejecutivo en un sistema presidencialista como el mexicano.
Las razones de la ministra Piña Hernández tienen sustento jurídico: la autonomía del Poder Judicial; pero de manera repentina, la Corte de Piña rebasó sus funciones de vigilancia constitucional y aprovechó el perfil neoliberal de la Carta Magna actual para impedir reformas presidenciales de López Obrador. La Corte tiene la función de vigilancia constitucional, pero muchas de sus decisiones afectaron las funciones del Ejecutivo.
La reforma judicial del presidente López Obrador no modifica la estructura legal de la Corte, sólo cambia los términos de la designación de ministros, jueces y magistrados. En la actualidad, los ministros son designados por el Senado a propuesta del Ejecutivo, pero ya en su funcionamiento los nuevos ministros quedan atrapados en el pantano de la Constitución de corte neoliberal que definieron De la Madrid, Salinas, Zedillo y Peña Nieto.
En este contexto, las reformas de López Obrador buscan romper, primero, la configuración del funcionariato de los organismos autónomos para impedir los intereses de las negociaciones partidistas en el Congreso y, como derivación inevitable, tendrá que venir un rediseño integral de la Constitución para podar su contenido neoliberal que se opone al proyecto de gobierno popular.
Más que venganza o capricho, las iniciativas quieren desactivar a los contrapoderes como poderes fácticos de otros intereses sin apoyo popular y dejarlos como contrapesos de decisiones públicas.