El debate sobre la reorganización del aparato público de seguridad con la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional le ha dado la vuelta al punto central del conflicto: ninguna policía civil tiene capacidad para enfrentar el grado de organización criminal, de posesión de armas y de abuso sobre la sociedad que tienen todas las bandas del crimen organizado.

En consecuencia, la participación de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública en modo de seguridad interior fue una respuesta del Estado ante la penetración de la criminalidad en la sociedad.

Lo que no se había querido discutir es el nuevo paradigma de configuración del Estado mexicano: para poder ofertar programas de bienestar social, para seguir potenciando el desarrollo en todos los ámbitos de la República y para mantener las condiciones mínimas de gobernabilidad democrática, el Estado está enfrentando al enemigo público número uno de estos tres objetivos nacionales: los grupos delictivos armados que están desplazando a las autoridades civiles de zonas territoriales del Estado, de los gobiernos y de los espacios sociales.

A partir de la ruptura del pacto de complicidad de los grupos delictivos con funcionarios policíacos y políticos del Estado en 1982, la estrategia de seguridad se encontró que las policías en los tres niveles de gobierno no fueron creadas ni operadas para combatir la inseguridad pública, sino que funcionaron como aparatos de control político y social del Estado. El ejemplo más claro estuvo en la Dirección Federal de Seguridad que fue creada como organismo de contrainsurgencia y luego terminó apadrinando y protegiendo a las primeras bandas del narcotráfico mexicano.

El debate sobre las reformas constitucionales en torno a la Guardia Nacional tiene dos nuevos puntos paradigmáticos: primero, antes que de bienestar social, el Estado mexicano es de seguridad porque las bandas delictivas están sustituyendo las funciones del Estado en la República; y segundo, el paradigma de seguridad pública como función policíaca dentro de las fronteras es insuficiente en tanto que combate los delitos a posteriori y el nuevo marco de definición es el de seguridad interior como la función del Estado para combatir a grupos delictivos que no solo están robando a personas, sino que están afectando el desarrollo, la inversión privada, a la sociedad en su conjunto y la gobernabilidad democrática cuando capturan-controlan-dominan a las autoridades civiles del régimen político.

En ninguna parte del mundo las policías civiles han resuelto problemas de seguridad pública y paulatinamente el enfoque de seguridad nacional como defensa de la soberanía territorial y política de los Estados se asume como seguridad interior. Y de igual manera, ninguna policía civil en ninguna parte del mundo ha podido resistir la capacidad de corrupción de la delincuencia organizada.

Si se entiende bien el debate sobre la Guardia Nacional adscrita a la Secretaría de la Defensa Nacional, entonces el punto central radica en que solo la disciplina castrense es capaz de blindar al máximo posible al cuerpo de seguridad pública con tareas de seguridad interior. La descomposición de la federal de seguridad, de la judicial federal, de la Policía Federal y de la Agencia Federal de Investigaciones fue producto primero de la falta de disciplina frente a la capacidad corruptora de la delincuencia, después a la capacidad limitada de su armamento y finalmente a las reglas laborales civiles que permitieron la desorganización del cuerpo policiaco.

Pero el tema central que ya se está debatiendo en el Congreso con miras a la reforma de la Guardia Nacional se localiza en la aceptación generalizada de un concepto que viene desde la Constitución de Cádiz de 1812: la seguridad interior como responsabilidad del Ejecutivo federal a través de cuerpos directamente bajo su mando.

En el debate en la Cámara de Diputados la semana pasada y en el que resolverá la reforma legal en el Senado esta semana quedó muy clara la reforma constitucional para que el Congreso pueda legislar sobre temas de seguridad y enseguida para diseñar, debatir y aprobar la ley de seguridad interior que tendería a reglamentar la fracción VI del 89 constitucional que a lo largo de 222 años está contenida en la Constitución con una referencia pero sin reglas. La consolidación del paradigma de seguridad interior en el discurso público, en el Congreso, en las leyes y en la Constitución daría a las autoridades federales el instrumental necesario para encarar a un crimen organizado que no solo trafica droga, sino que le disputa territorio y gobierno al Estado.

La seguridad interior es la garantía para la gobernabilidad democrática.

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