A partir de la toma del control del naciente Instituto Nacional Electoral en 1990 por un acuerdo político Carlos Salinas de Gortari-Héctor Aguilar Camín, José Woldenberg se apropió de la narrativa de la transición y se puso a ordeñar el discurso de que México había ingresado a la democracia gracias al presidente que llegó al poder en 1988 por medio de un fraude electoral.

La reforma electoral que quiere comenzar el presidente López Obrador y continuar la presidenta Sheinbaum Pardo tiene que pasar por demostrar –y no será difícil hacerlo– que la transición, como el rey, estaba desnuda y que durante 28 años –1990-2018 no sólo publicaron libros y recibieron premios, sino que se apoderaron de la estructura del IFE/INE a través de la escuela salinista de cuadros político-ideológicos transicionistas conocida como Instituto de Estudios para la Transición a la Democracia.

Con el obturador político abierto, también la reforma política de 1977-1978 del presidente López Portillo y Jesús Reyes Heroles como secretario de Gobernación fue un bulo que alimentó la narrativa autopoiética del sistema que siguió operando pero que comenzó a perder esencia y centralidad por las circunstancias de una sociedad más abierta. El sistema de partidos de 1978 sólo legalizó aquellos que aceptaron las reglas del juego del PRI-Gobierno: el modelo PARM.

En este contexto, todavía no se conoce en su totalidad la propuesta de reforma electoral López Obrador-Sheinbaum y apenas hay algunos indicios como prohibir la reelección legislativa y disminuir los plurinominales. Pero la esencia de una verdadera reforma electoral que se le debe plantear como desafío al docenato morenista se localiza de manera inicial en la creación de un nuevo sistema de partidos sin ningún control gubernamental. El modelo priista de 1978-2012 creó la práctica de partidos-negocio, ya fueran económicos o políticos: en ese periodo se registraron 24 partidos políticos y 21 fueron reventados por el repudio del electorado, incluyendo al PRD que nació caudillista, derivó en tribal y terminó en negocio de la pequeña oligarquía chuchista.

El INE debería tener sus días contados. Fue una estructura inventada en 1990 por el presidente Salinas de Gortari siguiendo el modelo dictatorial pinochetista de democracia controlada, incluyendo la inevitable alternancia del 2000, el fracaso opositor en el 2012 y el fin del PRI presidencial en 2018. La sociedad aplastó en 2018 y 2024 al INE de Sañinas-Zedillo-Peña-Woldenberg-Córdova, porque el Instituto fue utilizado como punta de lanza del movimiento conservador del PRIANREDE y la candidata panista Xóchitl Gálvez Ruiz; en los hechos, la gran derrotada no fue la oposición partidista, sino el bloque político del INE que usó los recursos públicos para caracterizar López Obrador como un proyecto populista despreciable.

Una verdadera reforma electoral debe comenzar por la disolución del INE, la desaparición del modelo de castas de consejeros electorales votados y con altos salarios y la creación de una estructura de funcionarios vigilada por el Congreso, con un nuevo servicio de carrera que rompa el control mafioso del IETD-Woldenberg-Córdova. Es decir, una especie de modelo de reforma judicial en la estructura electoral, para comenzar de cero. Un INE sin consejeros y sí con funcionarios sería más barato y funcional para la democracia.

Todavía no se ha realizado una gran investigación que revele la reforma político-electoral de Salinas de Gortari –con la sombra del fraude de 1988– como correlativa a la contrarrevolución neoliberal del sistema económico y productivo; en ambos casos, Salinas diseñó estructuras económicas y políticas funcionales a la economía de mercado y sobre todo transitando con trampas del Estado social al Estado autónomo de los compromisos populares que definió la Constitución de 1917.

Al iniciar su gobierno, el presidente López Obrador anunció el fin del neoliberalismo, pero no creó un modelo alternativo y en toda su documentación oficial apenas se llegó a la caracterización de posneoliberalismo, sobre todo porque muchos de los candados económicos no debieron de abrirse para evitar alguna nueva crisis en el sector.

Sin embargo, la legitimidad electoral de la presidenta Sheinbaum Pardo alcanza para reformar la totalidad de las contrarreformas salinistas que congelaron la función social del Estado que se definió en la Constitución de 1917, que fue parchada en el período 1983-2018 y que puede ser rescatada para terminar con la desigualdad estructural de riqueza-pobreza.

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